Una cosa es salvar vidas y otra muy distinta mejorar la calidad de vida. Nadie duda que el paradigma Descartiano, basado a grandes rasgos en la dicotomía mente-cuerpo y en la fragmentación de las especialidades médicas, ha sido y sigue siendo muy útil para detectar enfermedades orgánicas graves y salvar la vida del paciente. En estos casos,la medicina merece, en general, un sobresaliente.
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Sin embargo, esta gran eficacia en situaciones extremas contrasta espectacularmente con el desolador panorama que presenta la medicina convencional cuando, descartado el riesgo de muerte, se trata de propiciar el bienestar de las personas. En este terreno, las carencias son enormes. Lo que debería ser un sistema de salud se convierte en un entramado sanitario-burocrático especializado en la expedición de recetas: la industria farmacéutica transforma a Descartes en dinero. ¿Sirven de algo, tantos medicamentos? En la mayoría de los casos, por desgracia, la respuesta es negativa. Los fármacos no hacen nada más que tapar unos signos o síntomas.
El modelo tradicional no sirve para resolver una amplia variedad de problemas -trastornos gastrointestinales, cefaleas, dolor menstrual, insomnio, dolor muscular, ansiedad…- ni para satisfacer a quien desea mejorar su calidad de vida. Este es, precisamente, el objetivo del paradigma Biopsicosocial, cimentado en el contexto social y en las características psicológicas y biológicas del paciente. No es un paradigma opuesto al descartiano: son absolutamente complementarios. El modelo biomédico evita la muerte; el biopsicosocial favorece el bienestar de las personas.
¿En qué consiste la Psiconeuroinmunología clínica? Para explicarlo, utilizaré la historia de una paciente vista desde dos filosofías sanitarias distintas.
Veamos la primera posibilidad, la más habitual en nuestra sociedad occidental:
Son las 11:30 de la mañana de un jueves cualquiera en la consulta de un médico de cabecera en Barcelona. María acude con el objetivo de mejorar un problema de dolor en la zona cervical que le baja hacia los brazos y hasta la mitad de espalda. Es la paciente número 32. El médico lleva viendo pacientes desde las 8:00. Puede dedicar como máximo entre 5 y 10 minutos a cada visita y, sin ser una mañana especialmente exigente, todavía le quedarán 15 visitas más.
Ramón, que así se llama el médico, vive su profesión con pasión y con ganas de ayudar a sus pacientes, pero está cansado de hablar con sus amigos y familia de las dificultades con las que se encuentra para poder llevar a cabo su trabajo como a él le gustaría: con tiempo para cada uno de sus pacientes, con un número razonable de visitas al día, sin tener que estar más tiempo escribiendo en el ordenador que prestando atención a lo verdaderamente importante, que es la persona. En esta situación, tengámoslo claro, el médico no es un culpable; es una víctima del sistema sanitario.
En este contexto, lo único que puede hacer Ramón es empezar a disparar preguntas como una metralleta sobre la presencia de síntomas o no. En primer lugar, Ramón quiere descartar una patología grave para, a continuación, poder identificar o diagnosticar el problema de María. Resulta que la paciente no presenta ningún síntoma de los llamados “bandera roja”, es decir, no presenta ninguna patología orgánica importante. Sin embargo, sí que presenta los siguientes síntomas: dolor cervical y lumbar intenso, dolor habitual en otras articulaciones y músculos de su cuerpo, problemas con su aparato digestivo (alterna estreñimiento con diarreas, hinchazón abdominal y, dolor), cefaleas, insomnio, ánimo bajo (o depresión) y cansancio severo. Sin pensárselo demasiado, Ramón emite su diagnóstico: posible Fibromialgia o Síndrome de Fatiga Crónica. En la cabeza de María se agolpan mensajes negativos: “¡Es aquella enfermedad que no se cura!”, “¡Es lo mismo que tiene mi vecina que está tan mal!”, “¡En un programa de televisión dijeron que esto no tiene curación!”. De camino a casa, María busca en Google y descubre, horrorizada, que efectivamente se trata de una enfermedad terrible.
Veamos ahora la segunda opción, bastante más infrecuente.
María acude a las 18 horas a una consulta privada en Barcelona. Expone su caso al médico, que en este caso se llama Andrés. Como que dispone de una hora entera, Andrés empieza a hacerle preguntas sobre sus síntomas: ¿Cómo es el dolor?, ¿Cuándo aparece?, ¿Qué lo aumenta?, ¿Qué lo disminuye? ¿Desde cuándo lo tiene?
Poco a poco, Andrés va haciéndose casi suyo el dolor de María, o por lo menos se convierte en un experto en sus síntomas. Ello le lleva, como mínimo, 20 minutos. A continuación le pide a la paciente que haga un esfuerzo para situar temporalmente lo que le está ocurriendo, para retroceder en el pasado hasta llegar a un momento en su vida en que no tenía esos síntomas. Primero dice que no lo sabe, que le cuesta recordar. Al cabo de unos segundos, consigue ir acotando el inicio. “El verano pasado fuimos de vacaciones a Londres y ya lo tenía. El otro… El otro también, recuerdo que casi no pude bañarme. Pero el otoño anterior sí que estaba bien”, recuerda de repente. “¿Pasó algo?”, le pregunta Andrés. “¿Algún cambio importante en su vida?, ¿nutricional, de vivienda, emocional?”.
De repente, a María le cambia la cara. “Mi marido tuvo un infarto cerebral y se quedó hemipléjico”, dice. ¿Qué significó?, inquiere Andrés. “Mi hija tenía doce años y mi hijo siete. Mi marido trabajaba ocho horas y yo media jornada, nos lo podíamos combinar. Le dieron una baja por minusvalía, pero era muy pequeña y yo tuve que empezar a trabajar más horas. Tras la jornada de ocho horas diarias, cuando llego a casa tengo que ocuparme de todo; de los niños, la ropa, la comida, ayudar a mi marido a ducharse…”.
Andrés se interesa por la evolución de los síntomas. “Al principio estaba muy nerviosa. Al final del día llegaba cansadísima y no podía ni dormir. Empecé a tener insomnio. El médico de cabecera me recetó ansiolíticos para poder dormir; inicialmente me fueron bien, pero al cabo de poco me levantaba más cansada por la mañana y después me dejaron de funcionar incluso para dormir. Ahora que lo pienso, se me empezó a hinchar la barriga y desde entonces tengo problemas de diarrea y estreñimiento”. Andrés la mira fijamente a los ojos y le pregunta: “¿Cree que su dolor tiene algo que ver con este proceso?”. María no puede evitar una mueca de hastío. “Usted qué cree, doctor?”, le responde. “¿Cómo anda de ánimo?”, se interesa él. “Muy mal. Me levanto porque tengo que hacerlo, pero me quedaría en la cama y no me movería. A veces me entran ganas de no despertarme más”, revela María. Añade que los analgésicos que se toma para el dolor de cabeza no le hacen ningún efecto.
Es posible que Andrés no pueda ayudar a María, pero por lo menos no le va a dar un diagnóstico equívoco o erróneo. De entrada, la va a hacer propietaria de su solución, no le va a dar una etiqueta (Fibromialgia o Síndrome de Fatiga Crónica) que la desanime y le de a entender que lo suyo es incurable. “Usted tiene una sobrecarga sociofamiliar tremenda”, le dice. A lo mejor no la puede ayudar, pero como mínimo no va cronificar su enfermedad. Tal vez María podrá recibir algún tipo de ayuda de los servicios sociales, hallar la manera de gestionar su día a día sin tanta sobrecargas, pero incluso en el caso contrario sabrá que algún día las cosas cambiarán, que sus hijos crecerán y las cargas disminuirán y probablemente empezará a sentirse mejor. Va a tener que apretar los dientes, pero su cerebro no llevará una etiqueta que diga: “Nunca más te vas a curar”. La resolución de la inflamación depende de que el cerebro esté de acuerdo y, tarde o temprano, las palabras de Andrés contribuirán a la recuperación de María.
Autor: David Vargas Barrientos
Graduado en FisioterapiaMáster Psiconeuroinmunología Clínica
Máster Biología Molecular y Biomedicina (En curso)
Profesor Formación Psiconeuroinmunología Clínica Regenera